La Iglesia: Una Familia Centrada en el Evangelio
Alguna vez te has preguntado cómo era la vida de los primeros creyentes después de que el Espíritu Santo descendió en Pentecostés? Hechos 2:46-47 nos da una imagen vívida de una comunidad vibrante y en constante crecimiento, una que podemos describir como el “Movimiento 2/47”. Los creyentes se reunían a diario, no solo una vez a la semana, sino que su fe era un estilo de vida continuo, un reflejo del diseño original de Dios para la humanidad.
El Diseño Divino de la Familia
La iglesia primitiva nos muestra un principio fundamental: perseveraban unánimes. Esto significa dedicarse diariamente, continuamente, con una misma mentalidad. Se acompañaban de común acuerdo, persistiendo en estar juntos y manteniéndose firmes congregados. Aunque las distracciones actuales pueden desenfocarnos, este compromiso diario en el Templo y en las casas no se limitaba al domingo; era su manera de vivir.
La perseverancia era una característica distintiva de esos primeros creyentes. Estaban juntos, con una misma mentalidad, adorando en el Templo cada día. Esta adoración comunitaria y continua era su estilo de vida, y es una cualidad que también nosotros debemos anhelar.
Recordemos que antes del pecado en Génesis 3, Adán y Eva vivían en perfecta armonía con su Creador, bajo Su dirección y soberanía. Se complementaban y apoyaban mutuamente; no había razón para que estuvieran solos. Era una comunidad donde el Señor estaba presente de manera permanente, ese fue el diseño original de Dios para la vida en comunidad.
Sin embargo, después de Génesis 3, el pecado trajo la culpa, la división (Caín mató a Abel), el egoísmo, los pleitos, los celos y las envidias. Pero la Biblia nos muestra el plan progresivo de Dios para la salvación de la humanidad, buscando reunir para sí mismo una nueva familia que viva bajo Sus alas.
Y es a través de la resurrección de Cristo y la acción de Su Espíritu Santo que Él congrega a los creyentes. Él nos une para que nos acompañemos continuamente con una misma mentalidad, para andar juntos, aprender de la Palabra juntos y orar juntos. Esta nueva comunidad, con Dios en el centro, es Su familia. La iglesia es, en esencia, el diseño de Dios.
La Experiencia de la Familia
La forma en que esta familia se vivía se manifestaba al “partir el pan por familias”. No podían compartir alimentos en el Templo, así que comían en sus casas con un ambiente de gozo y generosidad. Con el tiempo, “partir el pan” también llegó a significar “la Cena del Señor”, un acto de regocijo en el que se recordaba el sacrificio de Cristo. Era una acción gozosa donde Cristo y Su obra en la cruz eran el centro.
Comían juntos, recibían a otros, participaban y experimentaban el amor. La característica principal era un gran gozo, mucha alegría, júbilo, exaltación, y el deseo del bienestar supremo del otro. Se anhelaba firmemente el bien del prójimo.
La familia cristiana se regocija por lo que otros están aprendiendo y experimentando. Se brindan palabras de ánimo y se comparte con aquellos que se arrepienten y ponen su fe en Cristo. Cuando alguien confía en Dios, no solo se convierte en parte de la iglesia universal, sino que experimenta el gran gozo de pertenecer visiblemente a la expresión local de esa misma familia en la iglesia local.
Es en esta expresión local de la familia de Dios donde se vive la plenitud de la vida cristiana. Esta se reconoce por el amor mutuo. Jesús, antes de ir a la cruz, dio a Sus discípulos un mandato crucial en Juan 13:34-35 (RV1960): “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”
Lo que Jesús enfatizó es que el testimonio de la iglesia al mundo que la rodea depende directamente de la forma en que sus miembros se aman. Como dice 1 Juan 4:12 (RV1960): “Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros.” Hay una conexión innegable entre el amor que tenemos por Dios y el amor que mostramos a nuestros hermanos.
Esta experiencia familiar también implica sencillez de corazón, sinceridad y humildad, sin tener un concepto más elevado de uno mismo frente a otros creyentes. También se caracteriza por alabar a Dios, compartiendo las obras del Señor y lo que Él está haciendo en nuestras vidas.
Además, poseían favor o “gracia” con todo el pueblo, mostrando amabilidad y buena voluntad. El regocijo y la generosidad dentro de la comunidad creyente se traducían en una buena reputación externa. La actitud de los creyentes era agradable y muy diferente a la de los fariseos o maestros de la ley, en cuyas vidas no se evidenciaba la gracia de Dios. Los creyentes se apoyan mutuamente para ser conformados más a la imagen de Cristo, y al amar al prójimo, buscan que otros también conozcan al Señor.
La Expansión de la Familia
Esta familia no solo busca que el amor se manifieste entre sus miembros y que se mantengan unidos; tiene una misión. Es un amor misionero, un amor con el propósito de “hacer discípulos“. Jesús conecta la misión de Sus discípulos con la misión que Él mismo tuvo en la tierra, como leemos en Juan 20:21 (RV1960): “Como me envió el Padre, así también yo os envío.”
Al ser amados, rescatados y adoptados en Su familia por el sacrificio de Cristo, se nos concede el privilegio de ser parte de Su misión. Desde el momento de nuestro bautismo como nuevos discípulos, asumimos la responsabilidad de participar en el hacer más discípulos, creciendo y madurando para cumplir esta tarea.
Por eso, el Señor añadía cada día a Su número. Este aumento constante era una señal del amor que los creyentes demostraban y de su crecimiento en obediencia a los mandatos del Señor. Esto capacitaba a los nuevos creyentes a madurar en su fe, llevándolos desde su nuevo nacimiento hasta su multiplicación. Como familia, debemos ayudarnos unos a otros a hacer discípulos.
El Señor añadía a la ekklesia (congregación, familia) a aquellos que eran salvados, rescatados o puestos a salvo. La palabra griega “sozo” engloba este concepto de salvación y rescate. Por esta razón, la familia de Dios no dejará de crecer ni expandirse.
Sin embargo, como Adán, a menudo nos resistimos a ver nuestro propio pecado, prefiriendo justificarnos o culpar a otros. Podemos preferir que quienes nos rodean pequen sin que levantemos la voz, como Eva tomó del fruto. No queremos confrontar el pecado de otros, ni que el nuestro sea confrontado. Buscamos presentarnos como “buenas personas” ante Dios y los demás. Por temor a los demás o por no querer admitir nuestro pecado, hablar de él se convierte en un tabú, y fingimos no ser pecadores.
Pero el evangelio nos informa cómo vive la familia de Dios y nos llama a no esconder nuestro pecado. Al contrario, Romanos 6:12 (RV1960) dice: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias”. Esto nos exhorta a luchar contra el pecado y sus deseos, a estar dispuestos a ser amonestados y exhortados a dejar a un lado nuestro pecado para seguir, amar y obedecer a Cristo. Solo así habrá esperanza y oportunidad para vivir como una verdadera familia de Dios.
La iglesia es mucho más que un lugar de actividades o reuniones semanales. Es una familia que Dios está reuniendo para sí mismo a través del evangelio. En esta familia, nos confrontamos con el pecado, resolvemos conflictos, nos aconsejamos, nos perdonamos, nos estimulamos al amor y a las buenas obras. Nos exhortamos y animamos a crecer en obediencia al Señor, luchando contra los deseos pecaminosos en lugar de caer en ellos. Somos una familia cristiana de pecadores bajo un mismo techo, pero con la gracia de Dios para madurar y, en última instancia, para hacer más discípulos.